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domingo, 21 de diciembre de 2014

Como llegar a Petra 

Llegar a un sitio escondido, descubrirlo. Volver a ser un niño. 
O descubrir que nunca dejamos de serlo. Caminar por un desfiladero, “el eje” o la puerta que te lleva a un mundo desconocido. Poco más de un kilómetro entre pasos estrechos que a veces no superan los tres metros.
 En algún lugar perdido entre las montañas estuvo oculta la antigua ciudad de Petra durante siglos. La gente del valle prefería no contarlo, no dar a conocer un camino entre paredes de roca rojiza de hasta 180 metros de altura que conducían a una ciudad tallada en la montaña. Y aún si lo contaran, no sería fácil de creer.
El paso por el Siq era sagrado, y sigue teniendo ese misticismo. Caminar por él deslumbra, la naturaleza modela formas sinuosas de escala desproporcionada, la luz del sol se multiplica y el color rojizo tiñe todo el ambiente.

Por momentos, al caminar por el Siq te quedas completamente solo, y hasta pareciera que en el mundo no existiera nada ni nadie más. Por momentos, grupos de turistas grandes o pequeños transforman el desfiladero en un sendero peatonal en medio de la nada.

Son ráfagas de bullicio y silencio, se escuchan pisadas, caballos y carros que avanzan pero no se ven, y retumban con su eco en el desfiladero. Y cuando pasan levantan polvo, y esa luz rojiza parece más intensa. No es magia, pero lo parece. Toda la magia de un viaje, todos nuestros sueños de aventura, de salir a explorar, de entregarse al lugar, todas esas sensaciones se multiplican en esa majestuosa entrada a las ruinas de Petra.

Y en ese continuo avance, la ciudad de Petra se anticipa en dosis ajustadas. En el Siq, y antes de internarse en él, ya aparecen ruinas talladas, templos, acuíferos también tallados en los acantilados y que llevaban el agua hasta la ciudad. Hay restos de una entrada y un arco que hoy ya no está, y cámaras subterráneas que se cree, eran usadas por guardias que defendían la entrada a la ciudad. La magia se anticipa y se dispara.
Si nos alejáramos, si sobrevoláramos el valle, probablemente no veríamos Petra. Está escondida entre caprichosas formas en el valle de Arabá, y definitivamente, encontrarla no era fácil:
Detrás de esos colosos rocosos, ocultos en un laberinto de montañas sinuosas, está la ciudad de Petra. Y ese majestuoso desfiladero:
El camino continúa hasta llegar a un punto en el que todos se detienen. Y es que esa es la reacción al encontrarse con la silueta de “El Tesoro”, embutido en una fachada tallada de roca enfrentada al desfiladero. Detenerse. Observarlo. Sentir que se descubre algo, aunque se disparen mil fotos por segundo de ese lugar cada día. Allí está El Tesoro, y otra etapa de la aventura por comenzar. Aquella que implica caminar por una ciudad perdida que se abre en un valle. Ruinas talladas y monumentales encerradas en un sitio fácil de defender, un lugar que permitió el apogeo de una civilización deslumbrante (la de los nabateos), que luego cayó en el abandono, y que esperó hasta hace 200 años para volverse a conocer al mundo.


El explorador suizo Jean Luis Burckardt, “descubre” Petra en 1812, y tal vez, habrá tenido sensaciones tan parecidas a las de cada turista que se queda estupefacto ante la visión del Tesoro tallado. 
Tal vez tan parecidas a las mías. Detenerse y quedarse congelado y boquiabierto entre paredes de un desfiladero estrecho, imponente. 
Una puerta que conecta el mundo acelerado, hiperconectado, cambiante y a veces apabullante con un mundo detenido en el tiempo, escondido, mítico, polvoriento. La naturaleza y el hombre de la mano, para hacer maravillas que las palabras no tienen el poder de describir ni las fotos la capacidad de dimensionar. Una ciudad que apenas comienza a desplegarse.



































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