Llegar a un sitio escondido, descubrirlo. Volver a ser un
niño.
O descubrir que nunca dejamos de serlo. Caminar por un desfiladero, “el
eje” o la puerta que te lleva a un mundo desconocido. Poco más de un kilómetro
entre pasos estrechos que a veces no superan los tres metros.
En algún lugar
perdido entre las montañas estuvo oculta la antigua ciudad de Petra durante
siglos. La gente del valle prefería no contarlo, no dar a conocer un camino
entre paredes de roca rojiza de hasta 180 metros de altura que conducían a una
ciudad tallada en la montaña. Y aún si lo contaran, no sería fácil de creer.
El paso por el Siq era sagrado, y sigue teniendo ese
misticismo. Caminar por él deslumbra, la naturaleza modela formas sinuosas de
escala desproporcionada, la luz del sol se multiplica y el color rojizo tiñe
todo el ambiente.
Por momentos, al caminar por el Siq te quedas completamente
solo, y hasta pareciera que en el mundo no existiera nada ni nadie más. Por
momentos, grupos de turistas grandes o pequeños transforman el desfiladero en
un sendero peatonal en medio de la nada.
Son ráfagas de bullicio y silencio, se escuchan pisadas,
caballos y carros que avanzan pero no se ven, y retumban con su eco en el
desfiladero. Y cuando pasan levantan polvo, y esa luz rojiza parece más
intensa. No es magia, pero lo parece. Toda la magia de un viaje, todos nuestros
sueños de aventura, de salir a explorar, de entregarse al lugar, todas esas
sensaciones se multiplican en esa majestuosa entrada a las ruinas de Petra.
Y en ese continuo avance, la ciudad de Petra se anticipa en
dosis ajustadas. En el Siq, y antes de internarse en él, ya aparecen ruinas
talladas, templos, acuíferos también tallados en los acantilados y que llevaban
el agua hasta la ciudad. Hay restos de una entrada y un arco que hoy ya no
está, y cámaras subterráneas que se cree, eran usadas por guardias que
defendían la entrada a la ciudad. La magia se anticipa y se dispara.
Si nos alejáramos, si sobrevoláramos el valle, probablemente
no veríamos Petra. Está escondida entre caprichosas formas en el valle de Arabá,
y definitivamente, encontrarla no era fácil:
Detrás de esos colosos rocosos, ocultos en un laberinto de
montañas sinuosas, está la ciudad de Petra. Y ese majestuoso desfiladero:
El camino continúa hasta llegar a un punto en el que todos
se detienen. Y es que esa es la reacción al encontrarse con la silueta de “El
Tesoro”, embutido en una fachada tallada de roca enfrentada al desfiladero.
Detenerse. Observarlo. Sentir que se descubre algo, aunque se disparen mil
fotos por segundo de ese lugar cada día. Allí está El Tesoro, y otra etapa de
la aventura por comenzar. Aquella que implica caminar por una ciudad perdida
que se abre en un valle. Ruinas talladas y monumentales encerradas en un sitio
fácil de defender, un lugar que permitió el apogeo de una civilización
deslumbrante (la de los nabateos), que luego cayó en el abandono, y que esperó
hasta hace 200 años para volverse a conocer al mundo.
El explorador suizo Jean Luis Burckardt, “descubre” Petra en
1812, y tal vez, habrá tenido sensaciones tan parecidas a las de cada turista
que se queda estupefacto ante la visión del Tesoro tallado.
Tal vez tan
parecidas a las mías. Detenerse y quedarse congelado y boquiabierto entre
paredes de un desfiladero estrecho, imponente.
Una puerta que conecta el mundo
acelerado, hiperconectado, cambiante y a veces apabullante con un mundo
detenido en el tiempo, escondido, mítico, polvoriento. La naturaleza y el
hombre de la mano, para hacer maravillas que las palabras no tienen el poder de
describir ni las fotos la capacidad de dimensionar. Una ciudad que apenas
comienza a desplegarse.
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